martes, 16 de junio de 2009

La cabeza de Drusila- Paulina Movsichoff

Drusila no sabía dónde había dejado su cabeza. No se dio cuenta de que no la tenía hasta que, cuando se vieron en el almuerzo, su madre le dijo: "Otra vez dejaste olvidada la cabeza". "Con razón no sentía el olor a pasto mojado", pensó Drusila, que acababa de llegar de un paseo y esta vez miraba los yuyos creciendo en la maleza como si fueran de utilería. Drusila salió de la casa para recorrer el camino en sentido inverso y tratar de acordarse dónde pudo haberla dejado, tarea difícil pues sin cabeza los pensamientos no acudían a ella. Se sentó a llorar al lado de la fuente. No tenía lágrimas pero igual todo su cuerpo se sacudía por los sollozos, que parecían subirle desde el corazón. En eso vio a la hormiga. Venía tambaleante por la carga de una enorme hoja. Drusila le preguntó cómo podía sostener ese peso tan grande para un cuerpo tan pequeño. "No te creas que soy tan pequeña, le dijo la hormiga. Una hebra de paja puede detener a un elefante". Y luego le aconsejó: "Será mejor que sigas tu camino poque de lo contrario te va a sorprender la noche y no encontrarás tu cabeza". Drusila se levantó inmediatamente y siguió caminando. Luego de varias horas encontró una enorme puerta y pasó por ella. Se dio cuenta de que había llegado a una ciudad. Hombres y mujeres pasaban a su lado sin mirarla. Ninguno se daba cuenta de que no tenía cabeza. Las calles eran muy angostas, como los intestinos. Pero al llegar a la plaza, un edificio enorme y cuadrado llamó su atención. En todas las ventanas las luces se veían encendidas y vio mujeres y hombres ante máquinas de escribir sobre las que se alzaban unas pantallas iluminadas. Todo lo que escribían parecía reflejarse en ellas y Drusila le preguntó al hombre que pasó a su lado cómo se llamaban aquellas máquinas: "Computadoras", le contestó él. Vestía pantalones amarillos y una camisa floreada con el cuello abierto. Drusila aprovechó para preguntarle dónde podría comer, pues empezaba a sentir hambre. El hombre tampoco se dio cuenta de que Drusila no tenía puesta la cabeza. Se limitó a señalarle con el brazo extendido a su derecha y Drusila caminó obedientemente hacia allá. Cuando llegó al final de la calle se encontró con una cantina. "A lo mejor un vaso de vino me ayuda a encontrar mi cabeza". El cantinero le trajo el jarro. Ella se echaba el vino en el bolsillo de su saco y de inmediato podía sentir su sabor. Un gato de ojos amarillos saltó a su falda. Entonces Drusila se acordó. La había dejado en el palacio, donde asistió al baile la noche anterior. El palacio estaba adornado con gran gusto: a Drusila no le alcanzaban sus dos ojos para mirar los basaltos y las piedras que adornaban las paredes. Había porcelanas de diferentes colores y de la madera de las sillas emanaba un olor dulzón, parecido al incienso de la iglesia cuando iba a misa los domingos. El príncipe la sacó a bailar. Todas las mujeres la miraron con envidia. El príncipe tenía grandes ojos amarillos, como los de los gatos, y una figura de bailarín. Su cabeza estaba cubierta por un turbante de un color rojo brillante. Bailaron toda la noche. Cuando el reloj dio las doce campanadas, Drusilla se desprendió de los brazos del príncipe y salió corriendo, pues se acordó de que su madre era inflexible en eso. Cada vez que llegaba tarde la encerraba en la bohardilla durante una semana a pan y agua. "No te vayas", le pidió él. Ella hubiera querido quedarse a su lado todo lo que durara el tiempo, pero pudo más su miedo, así que bajó corriendo las escaleras. Atravesó el jardín y una de las ramas le pegó en la cabeza, que cayó al suelo como un durazno maduro, sin que Drusila se diera cuenta. Ahora salió de la cantina y, luego de atravesar nuevamente la puerta de la ciudad, se dirigió al palacio. Entró en el jardín sin que nadie la viera. Allí, junto a una gran haya, estaba su cabeza. La recogió y se la puso, luego de sacudirle la tierra y las hojas que se le habían pegado a las mejillas y el pelo. Entonces pudo ver claramente al príncipe en un claro del bosque, que cazaba acompañado de su amigos. "Uf, qué feo, le gusta matar a los animales. Menos mal que no encontró mi cabeza. De lo contrario, tal vez me hubiera matado a mí". El sombrero estaba a unos metros. Luego de ponérselo ató las cintas de raso alrededor de su cuello.
Y sin mirar para atrás, tomó el camino de su casa.

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