lunes, 30 de marzo de 2015

EL ARCA DE LA MEMORIA- Fragmento

Mi nana me lleva de la mano por la calle empedrada. Es domingo y la gente se resguarda detrás de los balcones y puertas, cerradas a cal y canto. Le ha dicho a mi mamá que vamos a Misa. Mi madre está siempre echada en la cama con los ojos abiertos, como si esperase que la lleven los brujos, al igual que hicieron con mi hermano Benjamín. Contesta con monosílabos cuando alguien se dirige a ella. La voz apenas le sale de los labios para ordenar que limpien la jaula de los pájaros, que no dejen que los indios se queden en la galería más tiempo que el que mi padre, su amo y señor, les concede. Que le preparen el desayuno tal como a él le gusta, con tocino y leche fría. Por mí no pregunta. La nana me lleva hasta la puerta de la recámara, mi madre me mira y luego vuelva la cara a la pared, sollozando. Aunque no alcance a oír lo que dice, no me cuesta nada adivinarlo: “el varoncito, el varoncito”.
  Desde que murió Benjamín la casa parece una tumba. El silencio es la única abeja que zumba entre los techos altísimos, las ventanas por donde apenas se filtra la luz a través del entramado de las cortinas. Las tejió ella misma, cuando sus manos no se habían entregado a esa molicie en la que el dolor la ha aprisionado. No se percatan de mi existencia. Antes de dormirme espero en vano que ella o mi padre acudan al lado de mi cama como acostumbraban con Benjamín, a darme el beso de las buenas noches. Pero no. Desde que él no está ni se molestan en atravesar la puerta de mi recámara. Era a él solo a quien le decían corazoncito de atole, plumita de cenzontle, zumo de cañaduz.

Te llevan en tu caja blanca y larga. Y yo te canto: Señora santa Ana, ¿por qué llora el niño? Como lo hacía por las noches cuando llorabas porque sí, porque eras puro chillidos hasta que te concedieran lo que pedías.

  Era a Benjamín a quien contaban las historias, a quien cantaban el Milano: Vamos a la huerta / de toro toronjil,/ a ver a Milano/ comiendo perejil.
   Yo escuchaba reteniendo coraje. Por qué yo no, por qué a mí no. Y ahora mi padre va al panteón a seguir contándoselas. Cada domingo se viste de chaleco con leontina de oro  y se sienta en su tumba a recitarle incontables veces las historias del padre del maíz, o la del águila y la serpiente, lo adorna de palabras como si fueran flores, esas palabras que a mí me son negadas

  Voy a escaparme a ver si encuentro al dzulúm para pedirle que te saque de tu caja y te devuelva. ¿Acaso no le dijeron a mamá que fue él quien te llevó? Nadie sabe que yo deseé, Benjamín que te murieras, no más para sentir la mano de papá ahuecándose en mi mejilla.

— ¿Adónde vamos, nana?
—A lo de Catalina Díaz Puiljá. Ella es la “ilol”, la que conoce los caminos de las personas. Ella te dirá si alguno se abrirá para ti.

  Cuando el médico se fue mi madre llamó a las ensalmadoras. Ellas se acercaron a Benjamín y le tocaron el pulso. Le echaron loción de yerbas, perfumitos, agua de azahar. Le ponían hojas de albahaca, de hierbabuena, toronjil, ruda.

Apenas entramos al jacal la oscuridad me ciega. Poco a poco voy distinguiéndola en su banca de madera despintada, las manos cruzadas sobre la falda. Lleva un rebozo azul  tejido con flores rojas y unas caravanas de plata. Me toca los brazos, toma una de mis manos y la sostiene entre las suyas por un tiempo que me parece eterno. Como no habla castilla, mi nana me va repitiendo lo que dice

Le tejieron un cardón de henequén con siete nudos. Es su defensa para cuando sale el alma y se va por los mares, por los aires. Un nudo significa un Cristo, el Padre Eterno, las vírgenes. Cuando se teje el cinturón se reza con cada nudo.

    El amor será una rama que se quebrará al primer viento — dice con los
ojos cerrados. Pero darás fruto. Y no sólo será tu vientre el que se abra. También se abrirá tu boca. De ella saldrán palabras, muchas palabras que vivirán como las de nuestros progenitores. Ellas serán el hilo con que ovillarás tu dicha. Sólo de ellas la obtendrás.

Luego de la muerte se guarda luto. Se pone luto en la casa. Un moño negro. Camisa blanca, pantalón negro los hombres. Las mujeres, vestido negro. El rojo le hace daño al difunto, por eso es que tiro mi blusa roja a la basura y el brazalete de corales, regalo de mi madrina. Quiero ser buena en todo contigo, mi niño Benjamín. No sé qué daría por verte una vez más. Para que vinieras y me dijeras que sí, que me has perdonado.

  Volvemos por las calles que comienzan a despertarse. Comenzamos a bajar  la cuesta del mercado. Ya no falta mucho para que lleguemos. Una india teje pichulej sentada en el suelo. No se percata de nuestra presencia. La nana me hace caminar de prisa. Cuando atravesamos el portón mi padre nos sale al encuentro y pregunta, severo:
    ¿Dónde estuvieron?
    La llevé a misa, ya que la señora no puede.
 Me encierro en mi recámara. Tomo el cuaderno de mis tareas escolares. Me gustaría  uno nuevo, que no tenga sus hojas escritas, como éste. Arranco una. Y no sé quién, una presencia desconocida se acomoda a mi espalda y me dicta:
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchas hojas.             


 Portada de El Arca de la memoria, novela basada en la vida de Rosario Castellanos.

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