miércoles, 7 de abril de 2010

Casi como un recuerdo- Paulina Movsichoff




Mario no se imaginó nunca que la fiesta de Clara iba a ser tan decisiva. Odiaba las fiestas. Pero Clara le había dicho que no lo perdonaría si no iba y no tuvo más remedio que decir que sí. Ahora, sentado en un sillón mientras tomaba un Cuba libre, miraba a las parejas charlar. bailar, reírse. Era agradable dejarse estar, no hacer ningún esfuerzo por integrarse a alguno de los grupos que se divertían a su alrededor. De pronto la vio. No sabía qué cosa de ella le llamó la atención, ya que su belleza no era más notable que la de las otras. Llevaba un vestido azul, de raso, medianamente escotado y fumaba abstraída, como si tampoco a ella le importara mezclarse al bullicio. Por momentos sonreía, seguramente de un chiste que alguien contaba a su lado. Mario se sorprendió a sí mismo dirigiéndose decididamente a ella, invitándola a bailar. Pronto estuvieron sentados aparte de los demás, charlando. Laura había ido un poco por casualidad. No conocía a Clara; era prima de una amiga suya. También, accedió de mala gana a las insistencias de su prima. Le contó que era de La Rioja. Desde hacía un año estudiaba en Buenos Aires y vivía en un departamento, con una amiga.
Imperceptiblemente se iban acercando en sus gustos, sus inquietudes. Se contaron lo que leían. Ella le habló, los ojos encendidos, de su provincia, de cuánto la añoraba. Al despedirse quedaron en verse al día siguiente, después de clase. Esa noche, Mario no pudo dormir.
Vivía en La Plata y el viaje hasta Constitución se le hizo interminable. Aquella tarde fueron al cine. Él buscó la mano de ella. Pasándole luego una de las suyas por sus hombros, la atrajo hacia sí y la besó.
Al poco tiempo Mario comprendió que necesitaba a Laura. A pesar de que vivían tan separados, se las arreglaba para verla durante la semana, después de una agotadora jornada de clases. Iba a buscarla a su departamento y salían a caminar. Si hacía mucho frío se quedaban en la casa de ella, leyendo o escuchando música.
- Hace tiempo que no veo a Mabel – le dijo Mario, mientras se acomodaba a su lado
en el diván. Mabel era la amiga con quien Laura compartía el departamento.
-Se fue a Chacabuco, a visitar a sus viejos.
Mientras escuchaban a Joan Báez él la besaba, sentía sus mejillas ardiendo como si la avergonzara ceder, entregarse. De pronto, la sintió apretarse a su cuerpo, abrazarlo como nunca.
- Quedate – le dijo ella en un susurro.
Hicieron, por primera vez, el amor.
- Qué bueno haberte encontrado, Laurita – le dijo él, tendido a su lado, los cuerpos relajados y exhaustos -. ¿Sabés que te quiero?
- Yo también – murmuró ella.
Diciembre llegó, con esa dulzura llena de promesas que siempre trae el verano. Mario le pidió un día que lo acompañara a un Congreso de los Focolarinos, en Río Tercero. Laura no sabía qué era eso, así que é debió explicarle.
- Se trata de unos muchachos y chicas italianos que desean encontrarse con Dios de una manera distinta, radical argumentó -. El amor es la base de su modo de vida.
- Con que se me está volviendo beato – dijo Laura besándolo, despeinándolo -. De todos modos no me vendrá mal un retorno a las fuentes, aunque sea por unos días. Sólo temo que después usted ya no quiera pecar -. Y se fue, divertida, a cambiar de disco.
El viaje fue más llevadero de lo que Laura esperaba. Todos eran jóvenes como ellos y se los veía alegres. Alguien llevaba una guitarra y cantaban zambas, canciones folkóricas. Laura tocó la única que sabía, “Tonada del viejo amor”.
Se sintió contenta al llegar. Vivirían al lado del lago, en esos hoteles que la municipalidad había cedido para el encuentro.
La mañana azul, radiante, la trasladó a su infancia, sus caminatas por el campo, allá en La Rioja.
Fue un golpe que los separaran. Las mujeres al Hotel 1 y los hombres al Hotel 2. Laura hubiera querido pasear con Mario, tirarse en el pasto los dos juntos, disfrutar de esa breve pausa veraniega. Sin embargo, el programa era abrumador. Charlas por la mañana y por la tarde, con un paréntesis para el almuerzo y la siesta. Pero ni siquiera allí podrían verse. Ella debía comer en la mesa de las mujeres, bajo la vigilancia de Marisa, la más vieja de las focolarinas. Él, en la otra punta, en una mesa larga, presidida por Giuppino.
No podía disimular su descontento. Las charlas la pusieron peor. Paolo, el sacerdote que habló ese primer día, contó su conversión. De cómo él, un pecador, había sido elegido por Dios para llevar su mensaje al mundo. Habló de la castidad como de la más preciosa, excelente de las virtudes. Laura echó una mirada a la a la fila de asientos en que Mario, los ojos atentos, escuchaba. Le preocupó su actitud casi enfebrecida. Al mediodía se las arregló para hablar con él. - Vámonos – le dijo -. Esto ya no me gusta.
Él no contestó. Aunque breve, Laura no pudo dejar de percibir el gesto con que trató de alejarla cuando quiso darle un beso.
Por la tarde, las cosas no fueron mejor. Esta vez le tocó a Marisa contar cómo le había llegado la Gracia. Sucedió en Londres, durante la guerra. Mientras caían las bombas alemanas, sintió la necesidad de confiarse a algo, de encontrar un sentido a la vida que comprendió tristemente precaria. Entonces acudió a Dios, que ya no la abandonaría.
Laura miró a Mario. A pesar de la distancia que los separaba, creyó ver que lloraba.
Esa noche habló con Marisa. Le contó su extrañeza por la actitud de Mario, ese distanciamiento que parecía haber tomado de la realidad. De sus lágrimas en las charlas.
-Todo pecador llora cuando se arrepiente- se limitó a contestar.
El viaje de regreso fue muy distinto al anterior. Ahora, de nuevo, hombres y mujeres fueron separados. Mario se sintió otra vez cayendo en la trampa del insomnio. Laura pasó por su vagón en el momento en que se tapaba la cara con las manos, en un esfuerzo desesperado por cubrirse de la luz que contribuía a su desvelo. Bajo la luz terca y difusa del amanecer, mirando los cuerpos de sus compañeros deshilachados por el sueño, Laura supo que lo había perdido.
Cuando llegaron a Retiro, le pidió que fuesen juntos en el subte. Ya en Constitución, Laura sugirió tomar un café. Estaba tensa, expectante. Los ojos de él le parecieron invadidos por una fuerza extraña, parecida al odio.
- Me haré focolarino – le dijo.
Laura bajó los ojos. Sabía lo que eso significaba. Lo había oído allí antas veces. Votos de obediencia, pobreza, castidad. Consagrarse por entero a Dios y llevarlo al trabajo, a la calle, aunque conservando el estado de laico. No dijo nada, sólo insistió en acompañarlo a La Plata.
En el viaje Mario no habló. Se limitó a llorar, la cabeza en el hombro de Laura, que lo abrazaba protectora.
-No te dejaré – le decía -. No te dejaré.
El calor era intenso, agobiante. Mario no parecía darse cuenta. Al llegar sintieron la fresca penumbra de la casa.
Él escogió un disco. Se sentó tranquilo, como si aquellos lieder de Schubert lo ayudaran a encontrar ese centro que parecía haberlo abandonado. Laura lo dejó, más aliviada, para ducharse.
Es ahora cuando, sin saber por qué, Mario mira el cajón del escritorio. Después de vacilar, se acerca lentamente hacia él. Está allí, tal como su hermano lo pusiera cuando él le contó que habían entrado ladrones.
Se sienta de nuevo, el bulto en el bolsillo. Piensa, sin embargo, en Laura, que tarda mucho en salir. “Es linda”, se dice, caminado hacia la puerta del baño. Y su dulzura se le va sangre adentro, ya casi como un recuerdo.


Extraño de ojos grises. Colección Piedra de Toque. SEP. México

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