martes, 6 de abril de 2010

Juan Pumpeño- Paulina Movsichoff





Aquellos viejitos se lamentaban todas las noches junto al fogón.
— ¿Por qué Dios no nos mandó hijos? Estamos demasiado solos.
El anciano era peón de un rey y debía acarrearle leña cada día. La viejita rogaba por las noches: "Virgencita, dame una hija o un hijo. Mi marido y yo estaremos menos solos". Al poco tiempo a la viejita se le hinchó la rodilla. "Estoy embarazada", anunció a su esposo. Cuando el niño nació él le dijo: "Quiero que se llame Juan Pumpeño, igual que yo".
Desde muy niño. Juan demostró mucha fuerza y valentía. En todo el pueblo se hablaba de sus buenas cualidades. Uno de esos días decidió ir solo a ver al rey. Sentado en su trono, el rey, con mucha incredulidad, le escuchó decir que era capaz de tirar una barreta quinientas varas para arriba.
— Si lo consigues, la barreta es tuya — le dijo. El muchacho la tiró y demostró al rey cuánta fuerza tenía. Entonces éste le regaló la barreta, que el joven mostró orgulloso a sus padres apenas llegó a su casa.
Uno de esos días, el rey le pidió al padre que mandara a su hijo al Palacio: "Quiero desafiarlo nuevamente", le anunció. Cuando el muchacho estuvo frente a él, le dijo:
— Veremos quién de los dos tira más lejos esta espada. Era una espada de mango de plata con incrustaciones de oro y tan filosa que cortaba un pelo en el aire.
— Primero tú, mi Rey — dijo Juan Pumpeño. El rey alargó el brazo lo más que pudo y utilizó toda su fuerza, pero la espada cayó muy cerca de donde se encontraba. Cuando llegó el turno de Juan, la espada llegó tan lejos que tuvieron que caminar largo rato para encontrarla. Una vez más el rey debió regalársela, como prometiera. Cuando sus padres vieron la espada, se sintieron muy orgullosos de su hijo. Pero él no tardó en darles la mala noticia de que los dejaría solos pues pensaba salir a rodar tierras. Ya la casa y el pueblo le quedaban chicos. Se despidió de ellos una calurosa madrugada y caminó tanto que las suelas de los zapatos quedaron despedazadas. Pero él no hizo caso. Siguió camina que te camina hasta encontrar a unos arrieros y, como tenía hambre, les pidió que lo invitaran a comer.
Los arrieros le dieron un costal de pan y otro de charqui. El muchacho los levantó como si nada y los puso en su hombro. El patrón, al ver su fuerza, le dijo que, si levantaba un toro chúcaro, se lo regalaría. Juan no esperó un segundo para tomar al toro con una mano y ponérselo en el hombro. Entonces no tuvo más remedio que dárselo. Juan lo carneó y luego se acordó de sus padres que tanto hambre pasaban. Así es que decidió llevárselo. Pero estuvo muy poco tiempo con ellos pues su afán de conocer el mundo era más fuerte y decidió volver a salir. Otra vez caminó hasta que sus pies no lo obedecían. Debajo de un gran algarrobo encontró sentado a un gigante, que parecía descansar. La cara del gigante daba espanto. De sus ojos salían chispas.
— ¿Qué haces aquí, gusanito de la tierra? — preguntó con voz de trueno —. Me parece que te voy a comer.
— ¡Ja! Vamos a ver si puedes — se jactó el niño. Y se preparó a la pelea.
El gigante se levantó con displicencia, seguro de que lo haría papilla. La pelea duró sólo unos minutos porque antes de la media hora Juan ya le había cortado la oreja derecha. Luego se la guardó en el bolsillo. Cuando se vio perdido, el gigante huyó. Pero iba dejando un rastro de sangre que Juan siguió hasta encontrar a unos peones. Estaban cuidando la hacienda de un Rey para evitar que el gigante se la comiera. El rastro seguía hasta un agujero en el suelo. Los peones, picados por la curiosidad lo siguieron y, con una soga que llevaban bajaron por turno al pozo. Pero al llegar al fondo sacudían la cuerda con premura en señal de que querían volver a subir. Con el cuerpo dolorido y temblando de miedo contaban que sólo vieron fuego y piedras que chocaban entre si. Juan pidió a uno de ellos que sostuviera la cuerda y bajó él mismo. Grande fue su sorpresa al encontrar a una niña. Era muy hermosa pero se veía muy asustada.
— No sigas adelante — le recomendó —. El gigante te anda buscando y está furioso. Apenas dijo estas palabras el gigante apareció. Otra vez pelearon y, luego de cortarle la otra oreja con la espada, Pumpeño lo mató. Se apresuró a atar a la niña a la soga y luego se ató él también. Después la sacudió para que los subieran, no sin antes recomendar a la niña que no contara nada de lo que vio. Bajó nuevamente y esta vez fue más abajo. Con gran estupor vio a a otra niña, más linda que la precedente, que también le rogaba que no siguiera. “Me cuida una serpiente y si te ve te va a matar”.
— A ésa la busco yo — contestó el muchacho.
En cuanto apareció la serpiente se trabaron en lucha. La niña contemplaba cómo la serpiente lo iba ahogando con sus anillos. Pero Juan desnudó la espada y le cortó la cabeza. Después le sacó la lengua y la guardó en su bolsillo. Otra vez ató a la niña junto a él y sacudió la soga para subir a la superficie. Antes, como a la anterior, le recomendó que no contara nada de lo visto allí.
Juan no se daba por vencido y pensó que, si bajaba de nuevo, algo encontraría. Siguió hasta una profundidad mayor y allí vio a la tercera niña. Era la más hermosa de las tres. Tenía ojos color miel y en su pelo lucía una rosa blanca. Ella juntó las manos y le pidió entre lágrimas:
— Por favor, no sigas. Me vigila un tigre y de éste no podrás escapar. Su ferocidad no tiene límites.
— A ése busco — dijo Juan.
Cuando llegó el tigre pegó un salto y la niña creyó que su amigo había muerto instantáneamente. Pero la pelea, aunque muy reñida, terminó con el triunfo de Juan. Lo mató con la espada y luego le sacó el cuero, lo dobló bien y lo guardó. A continuación dio la señal para que lo subieran junto a la niña, luego de recomendarle como a la otra que guardara silencio.
Las tres niñas eran hijas del Rey. Éste había prometido que se casarían con quien las salvase. Los peones, que estaban al tanto, decidieron que se harían pasar por los salvadores. Como el niño volvió a bajar, lo dejaron en el pozo y se fueron con las niñas al palacio.
El rey abrazó a sus hijas entre lágrimas. Los peones no dudaron en atribuirse la hazaña. Enonces el atribulado padre les concedió la mano de sus hijas. Las niñas no hablaron, pues recordaron el consejo de Juan.
Los cocineros del reino fueron llamados para preparar los manjares de la boda: pavos adobados y exquisitos postres que, de sólo pensarlo, llevaban a relamerse a los invitados. El día anterior le avisaron al rey que la menor de sus hijas había perdido el habla. Los médicos desfilaban junto a su cama pues tampoco quería levantarse y movían la cabeza sin poder decir la causa de su mal. Llamaron entonces al médico de un pueblo cercano. Era muy perspicaz y decía que la mayor parte de las enfermedades tenían su origen en el corazón. Mientras le tomaba el pulso, contó al rey que él conocía a un muchacho muy valiente que se llamaba Juan Pumpeño y que sus padres lo daban por muerto pues nunca más había aparecido. En cuanto oyó ese nombre el pulso de la niña se aceleró.
— Está enamorada — dijo el médico—. Pero creo que el destinatario de su amor no es el futuro marido.
Mientras tanto, Juan Pumpeño seguía sin poder salir de su pozo encantado. Entonces sacó la espada y le habló: "Espadita, por la virtud que Dios te ha dado, sácame de este pozo" Así lo hizo la espada y al instante se vio en la tierra. Una vez más caminó y caminó con la esperanza de encontrar el palacio. Uno de esos días entró en la tierra del Rey de los Pájaros. Bandadas de ellos volaban de un lado a otro. Sólo faltaba el águila. Nadie la había visto. De repente la vieron llegar. No volaba. Parecía que había tomado mucho vino pues caminaba muy torpemente. Contó que venía de una gran fiesta en la Ciudad del Rey pues sus hijas se casaban con quienes las habían salvado. También contó de la preocupación del rey pues la menor estaba muda. Juan Pumpeño le pidió al instante que lo llevara para allá. El águila, a pesar de su cansancio, se compadeció del muchacho que parecía muy impaciente y le dijo que subiera a sus alas. Como por un milagro, retomó su capacidad de volar a gran altura. Recomendó a Juan que cerrara los ojos para que no se mareara. No bien el águila lo puso en tierra, los abrió y se encontró en un lujoso palacio. Los invitados llegaban en carrozas de oro forradas con seda carmesí. El niño logró que los centinelas lo dejaran pasar. "Tengo algo muy grave que anunciar al rey", les dijo. Entró al salón con la camisa desgarrada y los pantalones manchados de barro. En cuanto lo vio, la menor batió las palmas y exclamó:
— ¡Con éste me caso yo!
El rey acudió al alboroto. Juan Pumpeño puso sobre una mesa las orejas del gigante, la lengua de la serpiente y el cuero del tigre. Y contó al Rey cómo salvó a las hijas. Ellas también le contaron la hazaña de Juan Pumpeño. Y explicaron a su padre que no dijeron nada por recomendación de su amigo.
El Rey ordenó que echaran a los peones de su reino y puso vigilantes en la frontera para que nunca más pudieran entrar. Juan Pumpeño se casó con la menor de las princesas. Llamaron a los viejecitos y el rey coronó al muchacho y a su hija. La fiesta duró muchos días y fueron felices y comieron perdices.

Belleza del mundo

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