lunes, 17 de agosto de 2009

La Foto- Paulina Movsichoff

Si quieres que al pasado te reintegre
tendrás que hacer conmigo un largo viaje.
El cielo que has mirado está en mis ojos,
la frescura del agua está en mis túnicas,
y la brisa en tu frente está en mis alas.

Silvina Ocampo





Mireya Andrade andaba a los tumbos por la vejez cuando su hija Josefina trajo la foto. Había pasado toda la tarde, esa somnolienta, blanda y ociosa tarde de verano sentada en la mecedora y mirando por el balcón las copas celestes de los jacarandás que parecían invitarla a otras remotísimas tardes de otro lugar también remoto y del cual su gastada memoria guardaba aún el recuerdo. Como el de una gota de luz en tanta oscuridad. Porque ¿qué otra cosa era sino sombra, negrura ese tiempo por el que ahora transitaba, no sólo a causa de su progresiva ceguera sino también por esa inmovilidad a que la sometían sus doloridas piernas - ah, la osteoporosis, esa maldición de las mujeres que dejaban de ser aparatos reproductores - que se negaban casi a obedecerle? A pesar de todo, su vista de algo le servía. Para distinguir, por ejemplo, entrecerrando los ojos, el letrero de enfrente. Se desplegaba arriba de una puerta angosta y ventana con reja, como la de allá. Mejor ya ni pensar en aquello, CAMA SOLAR, decía el letrero con letras azules sobre fondo blanco, qué cosas más raras se inventan ahora, y a pesar de que alguien le explicara vagamente su utilidad, Mireya se la imaginaba ancha y soleada, con zumbido de abejas y olor a peperina, se la imaginaba junto a una ventana abierta por donde se vería el campo con molinos de viento, trigales ondulando en la luz de la siesta y la figura de aquel muñeco de saco raído y sombrero de fieltro que extendía sus brazos en un gesto acogedor, como queriendo abarcar vaya a saber qué cosas. “Es un espantapájaros”, le contestó la tía Ercilia con naturalidad, sin reparar en el tono extrañado de la pregunta. Y, ante la insistencia de Mireya, le explicó que servía para que los pájaros no dañaran los sembrados. Era una de las primeras veces que iba a San José, la estancia que Ercilia y Roque, su marido, tenían a pocos kilómetros de la ciudad. A ella le pareció algo totalmente insólito que aquella figura de la que ya se sentía amiga, tuviera ese uso tan antipático. En realidad era más bien para invitarlos a posarse en sus hombros que parecía estar allí, para que las viuditas y los reyes del bosque y los boyeritos vinieran a guarecerse en su gastada vestimenta, a abrigarse en esos enormes bolsillos a cuadros que contrastaban con el negro desvaído del saco. El recuerdo de los grandes patios de la estancia le vino entero, así como el del aroma a menta que inundaba la galería después de la lluvia.
Se levantó con dificultad de la mecedora, culpando a los dueños de tan insólita invención de haberse dejado llevar por la nostalgia de aquel paraíso perdido. Prometió no mirar más hacia la casa de enfrente aunque pensó fugazmente que no le vendría mal una cama solar, fuera como fuese aquel estrafalario mecanismo, ahora que su sangre era fría como la de un viejo lagarto. El sol. Los antiguos lo usaban para medir el tiempo. Hasta habían ideado relojes. El sol ardía continuamente y quemaba los años y a ella de algún modo. La memoria es una enfermedad para la que el único remedio es la muerte, o la locura, suspiró. Después encendió la televisión, acercó la silla a la pantalla y subió el volumen al tiempo que se acordaba de su cuñada, de esa dulce inconsciencia en que vivía, sin saber siquiera que había dado a luz siete veces.
Cuando llegaban a verla, muy de tarde en tarde, los hijos de Mireya protestaban al encontrarla tan cerca de la pantalla y por el nivel ensordecedor del volumen, que los obligaba a taparse los oídos. Pero, ¿qué otra le quedaba? Ya los ojos no le servían y la sordera avanzaba veloz e irreversiblemente. A veces pensaba en la muerte. Se imaginaba ese trance como quien da un salto a oscuras, sin saber adónde irá a caer. Estaban ya dando las noticias y pensó vagamente que la tarde terminaba y que ese día tampoco ninguno de sus hijos se había dado una vuelta.
Josefina entró como tromba y le espetó, obviando el saludo: “tengo una sorpresa para vos”, al tiempo que asentaba con delicadeza sobre una de las sillas el enorme paquete cuadrado envuelto en papel madera. Luego de soltarle un rápido beso y bajar el volumen de la televisión, comenzó la tarea de desgarrar el papel.
Al principio Mireya miró sin entender la fotografía aprisionada en el marco de madera. Era una foto en blanco y negro de dimensiones desmesuradas. Cuatro muchachas jóvenes tomadas del brazo paseaban por la plaza del pueblo. Reprimió un estremecimiento. Pareciera que ese día todo se confabulaba para llevarla de nuevo allá, a esa orilla del tiempo que ella se empecinaba en olvidar. Porque no cabía duda, era la plaza, la plaza de San Cosme lo que estaba mirando, cómo no reconocerla, los grandes eucaliptos, las guardas romboidales de las baldosas, aquel típico banco con listas de madera del “redondo” como le llamaban en el pueblo al sector interior de la plaza por donde acostumbraba a pasear con sus amigas, para diferenciarlo del “cuadrado”, recorrido por los otros, los que no pertenecían a las pocas familias de abolengo, como la de ella. El cuadrado contorneaba al redondo en un abrazo protector, como para salvarlo del bullicio de la calle y de todo lo que no fuera canonizado por las costumbres de la gente decente. Mireya tenía muy presente aquella tarde en que entrevió dos sombras enlazadas debajo de un pimiento y se preguntó tímidamente qué haría ella cuando algún hombre le desacompasara el corazón. Sin duda tendría que conformarse con una tímida caricia bajo la vigilancia de su madre.
Pero por la época de la foto ninguna sombra cruzaba aquellos rostros sonrientes que ahora la miraban como tratando de transmitirle alguna olvidada consigna. Pudo reconocer en la esquina las rejas del Colegio Nacional. A juzgar por la filigrana que los árboles dibujaban en el piso, la foto había sido tomada cerca del mediodía. Dos hombres se apoyaban en un árbol. Miraban hacia la calle, como azorados por aquel packard destechado y con una rueda empotrada al estribo que aparecía en la esquina opuesta. Mireya recordó el alboroto que causara en el pueblo la llegada del primer auto. Su afortunado poseedor era León Amat, el catalán dueño de la caballeriza que daba a los fondos de su casa. Alguna vez él las invitó a dar una vuelta a ella y a sus amigas y, al revivir aquel momento, no podía dejar de experimentar de nuevo aquella fascinante sensación de miedo y libertad.
Josefina interrumpió aquella catarata de recuerdos :
- Es uno de los cuadros de la Exposición de Arquímedes Imazio. Conseguí que me lo regalaran - y al decir esto sus labios dibujaron una sonrisa de triunfo- total ellos tienen el negativo.
Arquímedes Imazio había sido el primer fotógrafo de la villa y la Exposición, organizada por la Dirección de Cultura de la Provincia en una galería de la ciudad, acababa de cerrar. Mireya no terminó de atender la febril explicación de su hija. De repente había descubierto que aquella muchacha sonriente con cara de bibelot y enfundada en un elegante traje de lanilla gris y estola de zorro al cuello no era otra que ella misma. A medida que sus ojos se acostumbraban a las imágenes, el asombro cedía paso a un sentimiento a la vez desconsolado y nostálgico. Sí, aquellos que la sonrisa amplia mostraba - ella era la única que reía, como si el ser detenidas por Arquímedes para sacarles una foto con esa explosión que hacía temblar el aire mañanero la divirtiera especialmente - aquéllos eran sus dientes. Le parecía mentira haber tenido dientes alguna vez. Una sensación de malestar la invadió al recordar su próxima cita con el dentista .La dentadura le estaba lastimando las encías y le resultaba ya muy penoso masticar. Volvió a acordarse de sus carcajadas. “Una señorita no debe reírse de esa manera. No es femenino”, protestaba su madre. Ahora ese recuerdo le daba vértigo, como si el reír hubiese sido caminar por una finísima cornisa. ¿Cuánto tiempo pasó desde que no lo hacía? Mejor ni acordarse, ahora que su sordera la dejara en un aislamiento que la alejó de las pocas amigas que le quedaban. No podía apartar la mirada de los hoyuelos de sus mejillas, de la melena a la usanza de la época, con el jopo bien pegado a la frente. A diferencia de las otras tres no llevaba sombrero, ni guantes. Tampoco libro de misa. Volvió a mirar y comprobó que también le faltaba el rosario. Caminaba alegremente como si la única finalidad de su paseo hubiera sido la de encontrarse con sus amigas y no ir a misa de once, como ellas. Seguramente se había levantado temprano para acompañar a su madre a la de ocho. De los cinco hermanos, era la única capaz de tal sacrificio con tal de ver la expresión satisfecha de Ernestina Orizaba de Andrade, viuda desde poco antes de que Mireya cumpliera los dos años. A Josefina no le pasó desapercibida la elegancia de los zapatos. Se lo comentó a Mireya, que no pudo ocultar una expresión de complacencia. Sí, los tenía bien presentes. Eran zapatos de gamuza que terminaban en punta, con la capellada finamente labrada. Los había encargado a Buenos Aires con su primer sueldo de maestra.
Colgó el cuadro en el dormitorio, junto a los otros. Sus hijos se reían del aspecto de museo que había ido adquiriendo la pieza, abarrotada de los retratos de la familia, los abuelos que no llegaron a conocer, el primo hermano con uniforme de marino, muerto en un accidente de avión cuando viajaba a casarse desde su destino en Usuhaia. Lo puso arriba de la cómoda, al lado del de la Primera Comunión de Josefina. Algunas tardes ella pasaba a ver a su madre luego de un ajetreado día de trabajo y se recostaba en la cama gemela, esa que nadie ocupaba desde la partida de su padre. Mireya aprovechaba entonces el relax de su hija y, erguida en la cama, le hablaba por milésima vez de los abuelos, hilvanando con una voz en donde temblaba el entusiasmo, aquellos inagotables relatos que escuchara desde la infancia y de cuyo encanto Josefina no podía dejar de sustraerse ni siquiera ahora, en que el frágil bergantín de su vida se adentraba en las difíciles aguas de la madurez. Siempre pensó que fueron aquellos relatos los que la llevaron a escribir. Luego de que Mireya colocara la foto, se distraía a veces de la charla para preguntarse cómo sería la mañana en que Arquímedes Imazio inmovilizara a su madre junto a Alicia Arancibia, Ester Jofré y Charo Barbosa, dejándolas en lo que ahora se le antojaba una especie de hechizo, algo así como aquellos encantamientos de las historias infantiles de los que alguien o algo vendría a rescatarlas. A lo mejor, pensaba, la abuela, esperaba con la mesa servida, o su madre afilaba de ojito con aquel pretendiente que siempre la salía al paso tocándose levemente el ala del sombrero. A lo mejor la plaza todavía respiraba un aire de zarzuelas.
Fue una de esas tardes cuando, absorta en aquellos pensamientos, descubrió en el rostro habitualmente serio de su madre una sonrisa retozona. Pero Mireya se negó a satisfacer su curiosidad. Nada nuevo tenía que contarle, dijo.
El pequeño bulto llamó su atención de Josefina cuando recogió del suelo la moneda . Era nada menos que un “trompito”, como les llamaban a los frutos de los eucaliptos que tapizaban la plaza y con los que tantas veces ella y sus hermanos llenaran la cartera de su madre. Seguro se le cayó a Francisco, razonó, recordando que el sobrino acababa de regresar de sus vacaciones. Su hermana Irene era una fanática de San Cosme y no pasaba verano sin darse una vuelta por allí, aunque fuese por pocos días. Retuvo el pequeño fruto largo rato como quien acabara de encontrar un corazón compasivo.
“¿Saliste? “ Preguntó aquella tarde a su madre. Le extrañó encontrarla con el pelo revuelto, como si la hubiese sorprendido uno de aquellos vientos que la hacían temblar desde niña. Cuando el Chorrilero se desataba, Mireya cerraba puertas y postigos pero Josefina escuchaba el fragor con que sacudía la casa sin poder conciliar el sueño. Aquel desarreglo del peinado resultaba aún más extraño si se pensaba en la coquetería de Irene, que nunca dejaba de ponerse los ruleros con ayuda de Teodosia, la mucama, y que durante el día alisaba constantemente con el peine su pelo sedoso y entrecano. La respuesta de Mireya no dejó lugar a dudas: “Yo ya no puedo salir a ningún lado. Es más. Estoy pensando que deberían comprarme una silla de ruedas”. Josefina se negó a seguir escuchando y salió sin despedirse. La entristecía que su madre se hubiera entregado así a la vejez, que no luchara por superar el abatimiento en que cayera luego de que su padre se fuera con otra, veinte años atrás. ¿Qué remedio había para ello? Esa pregunta, tantas veces planteada, la dejaba aún perpleja. No pudo contener una mirada nostálgica a la foto en donde aquella sonrisa festiva parecía ignorar que la nada era mucho más pesada que los años y se preguntó si, como Alicia, su madre debería hacerse muy pequeña para entrar de nuevo al jardín de sus veinte años.
Aquella noche se disponía a acostarse cuando sonó el teléfono. Largo rato estuvo sentada en su rincón favorito, escuchando música. Había sido un sábado de enero algo solitario, la ciudad aún adormilada por el calor y las vacaciones. No obstante, ella se resistió a la idea de visitar a su madre. Le hacía mal verla hundida en su soledad como en una campana de cristal de la que nadie podía ya rescatarla. Se había negado a aceptar las invitaciones de sus hijos para pasar ese mes de vacaciones. Todos salieron de la ciudad huyendo del calor agobiante. Pero Mireya, a pesar de las reiteradas súplicas de los cuatro, decidió quedarse. Josefina partió a Los Nogales, a lo del tío Arturo, aquella casona en donde veraneara toda su infancia. Sin embargo, una extraña inquietud la impulsó a regresar antes de tiempo. Cuando el jueves pasó a almorzar con su madre, se sorprendió al ver que Teodosia la ayudaba a ponerse el vestido azul con lunares blancos. Se lo habían regalado ella y sus hermanos para el día de la madre y nunca lo usó, obstinada en esa reclusión que a Josefina le parecía aún más atroz que la vejez. Mireya le anunció que se preparaba para ir a la peluquería. Esa mañana le contó por teléfono que la osteoporosis la molestaba como nunca y que casi no podía moverse. Volvió a insistir en la silla de ruedas. Josefina trató en vano de que desistiera de semejante sacrificio. Era plena siesta y el calor brotaba del asfalto con un vaho agobiante. Pero cuando a su madre se le ponía algo en la cabeza, nada ni nadie podía convencerla de desistir de su empeño. Ahora, escuchando el Requiem de Mozart, se sentía vagamente culpable de haberla pasado tan bien allá, en lo de su prima. A la muerte de Arturo, Eugenia había comprado la casa a sus hermanos y veraneaba allí todos los años con los hijos, yernos, nueras y nietos. Volver a ese lugar era una manera de anular el tiempo. Ese tiempo que también a Josefina había comenzado a pesarle. Las guitarras al anochecer, las zambas cantadas junto al río tan nuevas y radiantes como a los quince. Recordó el aroma seco del pasto, sus caminatas al monte por las mañanas. Le gustaba quedarse escuchando los animales lejanos, mirando los panaderos que naufragaban en el viento, observar el movimiento minúsculo de los insectos. Sentía entonces nostalgia de la niña que hacía tanto tiempo, en el pasado, conocía el lenguaje de las nubes y amaba correr en los crepúsculos con los tuco pan en el hueco de la mano.
Caminó a acostarse con los acordes del Kyrie resonándole aún en los oídos. Se prometió ir al día siguiente a lo de su madre. “Le llevaré la guitarra. Tal vez la alegre si le toco mis zambas”, pensaba. En sus horas muertas Josefina se entretenía en componer zambas. Aquella que escribió para Los Nogales tuvo bastante aceptación entre los primos.

El teléfono sonó cuando se disponía a desvestirse. Era Teodosia. Los nervios le trababan el habla. Josefina percibió de inmediato el tono agitado de su voz. “Señora, no sé qué le pasa a su mamá. Me dijo que se iba a dormir, que tenía mucho sueño, que me quedara no más viendo la televisión, cualquier cosita ella me llamaba con su campanilla. Me fui a acostar hace un ratito y cuando pasé por su cuarto no la vi en la cama. Pensé que estaba en el baño, pero no. La he buscado por todas partes. No sé por dónde pudo haber salido.”
Cuando Josefina salió a la calle las piernas le temblaban de tal manera que tuvo que tomar un taxi a pesar de las pocas cuadras que la separaban de la casa de su madre. Era totalmente absurdo que hubiera salido a esas horas. Sin duda Teodosia le ocultaba algo. Vio la ambulancia en la puerta. El corazón le dio un tumbo. Al entrar se encontró con la vecina de abajo: “Tranquila”, le dijo, “no pasa nada” “¿Encontraron a mi mamá?” preguntó. En ese instante no supo si una respuesta afirmativa le hubiera brindado algún alivio. La mujer pareció querer decir algo pero luego se calló.
Todos los esfuerzos por dar con Mireya fueron vanos. No dejaron rincón por revisar. Miraron debajo de las camas, detrás de los cortinados de la sala, encendieron las luces de todos los cuartos para cerciorarse de que habían buscado hasta lo imposible. Josefina pensó por un momento en avisar a la policía, pero la cosa le pareció por demás absurda. Se acordó de tiempos pasados, cuando era precisamente ella la que causaba la desaparición de las personas. Esos tiempos no estaban muy lejanos, las cicatrices de tantos seres tragados por aquella boca oscura a veces solían sangrar. Pero lo de Mireya era diferente.
Exhausta y desesperada, se derrumbó en la silla. Mientras pensaba a cuál de sus hermanos llamaría primero, miró como al descuido la cabecera de la cama. Le pareció que algo faltaba pero no pudo detectar la causa de su extrañeza. Luego comprendió. El rosario. Se trataba de un pequeño rosario de nácar que ella y sus hermanas usaran el día de la Primera Comunión y que perteneciera a su abuela Ernestina. Mireya lo guardaba con una fidelidad que hablaba a las claras de la devoción que sintiera por su madre. Alguna tarde Josefina la sorprendió en su mecedora recorriendo en silencio las apretadas cuentas con sus manos desfiguradas por la artrosis, como quien recorre una y otra vez un mandala enigmático. Lo buscó también en la otra cama, miró sobre la mesa de luz, revolvió el cálido desorden del cajón. No estaba en ninguno de esos lados. Se llevó la mano a la frente en un gesto de desamparo. Era demasiado. Permaneció sentada en la cama, sin pensamientos. Hubiera deseado que alguno de sus hermanos estuviera con ella. De repente sus ojos se detuvieron en la foto. Allí Mireya sonreía, como siempre, pero esta vez se había desprendido del brazo de las compañeras y sus manos sostenían el rosario mientras contemplaba a Josefina con aire de triunfo.




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