viernes, 14 de agosto de 2009

Marrakech- Paulina Movsichoff




Son lentas las horas aquí, detrás de la reja. Menos mal que se me permite mirar por la ventana, total son contadas las personas que pasan por esta calle. Y, por otra parte, quién puede tomar en cuenta a una pobre loca. Eso, lo que llaman mi mal, señalándose la cabeza, lo decidieron ellos cuando me negué a seguir hablando y caí en una mudez de la que nada ni nadie me pudo sacar, ni siquiera el nacimiento de Hassan, el hijo primogénito que le di al que ahora es mi marido, Mohamed El-Haddar. Estaba muy orgulloso de mí. Amo a mi hijo, pero algo en mí se rompió cuando lo escuché llorar por vez primera. Desde entonces guardé este obstinado silencio. Mohamed lo puso al cuidado de su madre, Amina. Sólo lo veo muy de vez en cuando. Amina lo trae para que me dé un beso y luego se lo lleva, sin responder a la curiosidad del niño, que me mira y luego, dirigiéndose a ella, le pregunta quién es esa señora. Ni siquiera le han dicho que yo soy su madre. Es que, si bien manejo perfectamente el francés y algo sé de árabe, producto de las enseñanzas de mi abuela Zoraida, la libanesa, las palabras para mí murieron desde aquel malhadado día en que Alfredo, mi verdadero marido, mi hija Violeta y yo, decidimos venir a Marrakech. Me costaba distinguir entre el sueño y la vigilia mientras paseábamos por las callejuelas sinuosas de la Medinah, los tres siempre juntos pues teníamos miedo de perdernos, o cuando recorríamos esos zuks aromáticos y frescos y llenos de colorido, ese ocre que nos golpeaba la mirada con su hipnótico encantamiento. Allí se expone cuanto se vende y una tienda se encuentra al lado de la otra sin solución de continuidad. Se nos iban las horas entrando en aquellos ámbitos penumbrosos y húmedos, regateando con sus dueños lo que nos interesaba llevar: desde una billetera hasta unos aros de plata, desde una alfombra que pensábamos colocar en nuestro lejano living mexicano, hasta aquella pulsera con incrustaciones de nácar que aún llevo puesta, como testimonio de que ese otro tiempo existió y yo no era esta mujer que ahora llaman Zohra. No esperaba sentirme tan intrigada por la Medinah, por la tortuosidad de sus calles y la discreción de sus casas. Advertía aspectos de la gente que me interesaban especialmente: la separación de la vida de hombres y mujeres, el lento ritmo de las relaciones personales: tomar una taza de té podía llevar horas. Tenía la sensación de estar ante un umbral que algún día atravesaría. Una tarde salí sola. La ciudad era un lugar misterioso. Mujeres con velo y túnicas blancas y hombres con capuchas y mantos recorrían en silencio las calles oscuras. En todas partes los pájaros producían en los árboles un alboroto inusitado. En mi recorrido encontré grandes cajones de embalaje, en cuyo interior parpadeaban las luces. No pude contenerme y me detuve a mirar. Vi allí personas que comían y dormían. Era extraño y a la vez curiosamente familiar, como si lo hubiera soñado mucho tiempo atrás.
Creo que fue un error de mi parte insistir en que fuéramos a almorzar de nuevo a aquel restaurante, que llamaban El Belvedere de Marrakech. A Violeta y a mí nos gustó el Cuzcuz que nos preparó especialmente la dueña. Nos hicimos amigos casi de inmediato y esa misma tarde nos invitó a su casa. Antes, en la habitación del hotel, dormimos una corta siesta luego de observar la ciudad desde la terraza almenada. Sus casas chatas, los minaretes desde uno de los cuales esa misma mañana me despertó la cantilena de un hombre en la que sólo pude entender la palabra Alá dicha incontables veces y siempre con una tonalidad diferente.
La casa se componía de varios edificios, todos con una entrada común, que daba a un gran patio embaldosado. Luego de ceremoniosos saludos, nos hicieron pasar a una habitación con una reja que daba a la calle. Allí estábamos, pues, los tres, frente a la mujer, cuya figura adquiría ya la robustez que confiere la edad. Se encontraba también su marido Nur y un hermano. El nombre de éste era Mohamed y pronto, nos dijo la mujer, contraería matrimonio. Mohamed entró a una de las habitaciones y salió acompañado de Zohra, la joven prometida, cuyo parecido conmigo no pasó desapercibido para nosotros. La muchacha entendía el castellano pero hablaba muy poco. La visita fue corta. Los ojos de Zohra no dejaron de estar fijos en mí en todo ese tiempo. Pero ni el más leve estremecimiento de su rostro delataba lo que pensaba al respecto. Mohamed se ofreció como guía al día siguiente. Nos dijo que nos acompañaría al Melah, el barrio judío. No nos resultó tan atractivo como la Medinah y, antes de caer la tarde, estábamos regreso. Nos rogó que volviésemos a su casa, alegó que quería mostrarnos algunas de sus pinturas porque, nos lo confesó el día anterior, pintar era su entretención favorita. Mientras Alfredo y Mohamed se desbarrancaban en una conversación en francés, pedí ir al baño. Solícita, Zohra me guió por un largo corredor al que daban los aposentos. Me pareció extraño encontrarla allí al salir, como si tuviese miedo de que no pudiese realizar sola el camino de vuelta. Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Zohra se abalanzó sobre mí y, asiéndome del brazo, dijo: J'aime beaucoup ton bracelet y, con suavidad, trató de sacármelo. Mientras me resistía, sentí su perfume dulzón, algo así como pachulí o cassis o incienso o una mezcla de los tres, algo que penetró en mí y me provocó una especie de vahído. Luego no supe más nada. Cuando me desperté, Alfredo, Violeta y ella, Zohra, se habían ido. Y aquí me quedé yo. Mohamed llegó, alertado sin duda por las visitas de mi desvanecimiento. Fue en vano que llamara a Alfredo y a Violeta, que dijera una y otra vez que yo no soy ella, Zohra, sino Marcela Ferré, argentina y exiliada en México, escritora para más dato. Pero no me creyeron. Cuando me miré en el espejo, yo misma entré en duda. Los ojos que desde allí me observaban tenían el mismo anhelo de los de Zohra, el mismo color de humo de los de la prometida de Mohamed. Pero no pudo sacarme la pulsera. Esta que aún tengo puesta mientras miro por la ventana detrás de la reja, dejando que las horas pasen interminablemente pues sé que algún día, que cualquiera de estos días ellos, Alfredo y Violeta se darán cuenta de que esa mujer con la que viven no es su esposa ni su madre, Marcela, sino la otra, la usurpadora, esa que se negó a seguir el destino que su nacimiento le impuso y me robó el mío, me convirtió en esta mujer que ahora soy, la esposa de Mohamed, esta mujer con las manos atadas y sin velo que mira obstinadamente la calle por si ellos vuelven a pasar por aquí y me reconocen.

De Marrakech y otros cuentos

5 comentarios:

  1. Querida Paulina, estoy maravillado con este blog. Cuántas publicaciones tuyas y tanta dedicación a la literatura. Bajé “Las amorosas” y “El amante imaginario”, ya las tengo en mi “book-reader” y pronto empezaré a leer. Un abrazo.

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  2. Paulina, un cuento sorprendente, estupendo.
    Un abrazo

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  3. Estoy de acuerdo: es un blog para encantar. Felicitaciones y abrazo fuerte.

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  4. Gracias, Gabriel por tu comenario. Me alegro que el cuento te gustara. Un beso

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